
escribe Héctor Rosales
Ayer estuve repitiendo su nombre durante toda la jornada. Se lo dije a la gente que me acompaña en el trabajo, lo escribí en mails y en una pequeña hoja de papel reciclado, muy parecida a las que ella empleaba en sus singulares cartas manuscritas, que llegaron a mí como señales de un lago verde, ancho, hondo y apacible, ubicado en el centro de mis raíces, en el centro del bosque del sur. No obstante, yo sabía que el agua escrita trasladaba igualmente vedadas turbulencias y que guardaba como un amuleto transparente las más diversas codificaciones de los minerales, animales y plantas que se tuteaban en el fondo.