sábado, 29 de noviembre de 2008

Cristales de hielo sobre las ramas de los árboles


La mañana

Porque después hay calor.

La mañana es un beso de ternura. Hay cristales de agua sobre las ramas de los árboles, hay vida en la luz que se derrama sobre las hojas y, poco a poco, va tomando cuerpo. Es decir, crece. Y su crecimiento va secando el rocío que, durante las últimas horas, había dado aliento a la yerba. Aliento y alimento. Solidez. Alma. Frescura. Eso es exactamente la naturaleza, un fluir incesante, un continuo apoyo, un relevo sin fin, una implicación multiplicada de sus innumerables elementos. Yo en ti, tú en mí. Unos en los otros. Todos en cada uno. La luna sobre mar, el asombro de sol en la montaña. Yo te doy relente, tú exhibes la rosa. Yo duermo, tú bebes y te reconstituyes. Tú eres aire y sol, yo soy lluvia y rocío. Caricia y beso. Calor y sombra. Rama quieta. Pájaro que canta. Canto que incuba la futura revolución. Día que explota sobre el vértigo de los acantilados, sobre los tejados de las casas y sobre las cabezas recién resucitadas de los hombres. ¿Y yo qué pinto aquí, donde todo es armonía, si a nadie ayudo y en nada colaboro, si mis manos nada pueden hacer y ni siquiera mis pies pueden evitar el pisoteo? No sé, hoy soy hombre que mira y que admira, hombre que percibe y que contempla, hombre que se asombra de que la sencilla fluencia de la vida, siendo tan perfecta y exigente, suceda tan al alcance de nuestros ojos: esos ojos que nosotros nos empeñamos en cerrar para que, cerrados, no se enteren mucho de la belleza que ocurre sin nuestro conocimiento. Porque eso es, del día, lo que llevamos perdido. Y el hecho de saberlo nos debiera resultar insoportable.

Desde un ánimo rehabilitado, un abrazo fresco.

De libro sin título


Mariano Estrada www.mestrada.net Paisajes Literarios
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